La cogí, comprobé si estaban todas las balas dentro, contuve la respiración y disparé. Una bala, dos balas, tres balas que dieron de lleno en el objetivo.
El suelo se llenó de sangre; trozos indescriptibles de casquería surtida salpicaban las paredes, los muebles y la sala entera, e incluso algunos volaron por las ventanas.
Estaba feliz porque la bestia había saciado su apetito, no por mucho tiempo, pero lo suficiente, tocaba saquear los restos, nadie diría nada, al fin y al cabo no se iba a a enterar. No hice caso de los ruidos que salían del cadáver Algo de aire retenido, seguro, nada especial. Salí al pasillo y recorrí ese familiar edificio, en busca del siguiente infeliz cuyo nombre estuviera impreso en mis balas.
El sol del desierto abrasaba cada poro de mi piel y mi alma, pero no importaba, pues se decidía algo más importante que el honor, más importante que la patria. Con resolución inquebrantable avancé, corrí y me puse a cubierto. Un momento de paz que me asfixiaba, no quería paz, quería seguir; pero esperé.
Ahora llegaba el placer de esperar a la siguiente víctima. Ah, pasos. Ahí estaba, inocente de la suerte que le deparaba. Ya llegaba, unos pocos metros, unos pocos pasos. El momento definitivo.
Lástima que entonces nos llamaran a merendar. Una pequeña tregua en la guerra de las tardes de verano, bajo el sol abrasador que abrasaba cada poro de nuestra infancia.
- Antes me has hecho cosquillas,- me dijeron, una anécdota más de la guerra.- Este calor es tremendo.
- Cierto.- Pensativos, miramos hacia la piscina cuyas aguas eran peligrosamente tentadoras.
Todo apuntaba que las flotas de grandes ejércitos se aproximaban a encontrarse en la mayor batalla naval de la historia.
Estaba bien. Siempre estaba bien mientras quedara verano.
No sé como lo haces, pero con cada entrada creas un mundo, un mundo en unas pocas lineas, definido al detalle, que se hace real mientras lees.
ResponderEliminarPor suerte, empieza a oler a verano.