Catorce estrellas I

Aguantando bajo la lluvia con la cabeza colgando. No podía conseguir una entrada, se habían agotado.
A lo lejos podía oír el rugido de la multitud, pintaba la imagen en su mente, grabando a fuego las caras de los presentes. Acerqué la oreja al muro, un grito distante rasgó el Universo en un millón de cortantes fragmentos. Oí una guitarra.
Se veían pequeñas estrellas en sus ojos, pequeñas estrellas que taladraban prejuicios, realidades y fronteras, recordarían las personas que lo vieron si hubieran sido suficientemente importantes para ser preguntadas, sólo eran formas grises en el telón del pasado. Decidió que si no podía verle, sería Él.

No durmió esa noche, habría sido inútil intentarlo. Su cuerpo, su mente, su alma. Él había cambiado a causa de las estrellas, esas esferas ardientes de gas que destruyen y dan vida. Si a los millones de kilómetros que estamos del sol ya corremos riesgo de morir, imagina lo que debe ser tener catorce estrellas en tu cuerpo. Catorce llameantes antorchas inmortales impacientes por demostrar su grandeza a los millones de astros distantes que pueblan la noche. Por demostrar a los hados que el fuego es imperecedero, que Prometeo robó más que un combustible oxidándose rápidamente y desprendiendo calor ya de paso. Robó sueños, y los sueños reclaman su venganza por la vida que no vivieron. Venganza por las letras nunca oídas encerradas en los corazones de la gente muerta, por las que nunca llegaron a ser pensadas, por los besos nunca dados y por el canto de los pájaros cazados.

Catorce estrellas.




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