Final del camino

Era sábado por la noche, en una claustrofóbica buhardilla de la que quizás fuera la Ciudad Inmortal, quizás la Ciudad de las Luces, quizás cualquier ciudad que hubiera tenido una historia que contar, es decir, todas.
La buhardilla no daba espacio a lujos, de hecho, casi ni a moverse, era una cárcel  mas no había forma de encerrar a quien se hallaba dentro, pues llevaba toda una vida preso en un saco de carne y huesos de lenta y tortuosa oxidación. Sin embargo, nuestro particular cautivo tiene en su haber aquello que los hombres han aprendido a anhelar, temer y amar...


Tenía una mente para la cual no existían más barreras que las que los hados colocaran.
Y eran inquebrantables muros los que intentaba derribar constantemente nuestro particular cautivo, mediante medios cuanto menos poco convencionales, si bien para ello utilizaba el arma definitiva contra la que nunca se podía vencer. Una pluma. Eran los muros de la realidad, de la cruel realidad que arrebataba la felicidad del escritor con sutiles hilos que empujan a los hombres a los abismos de la desesperación, la locura y el conformismo.

Miró este nuestro escritor por la ventana y vio. No vio portentos, no vio milagros.
Vio pasar un tranvía, como el que en su día usara para recorrer las calles de su ciudad natal mientras se dirigía al hogar de la persona a la que amaba, el ángel que hacía de sus días y sus tardes un paraíso sin mácula. Aburrido encendió el pequeño televisor que tenía y lo que vio en su pantalla de colores tristes y muertos sorprendió al escritor. No vio las personas que recordaba haber visto en su infancia, sino que vio grotescas abominaciones, parodias de humanidad que habían sido brutalmente deformadas por el ansia de poseer.
Imaginemos una forma brillante suspendida en el vacío, atada a los bordes del precipicio por finos hilos dorados, de los cuales solo uno se mantiene íntegro. Parece que ese hilo es lo único que evita que la forma se precipitase al vacío, porque la Ley de la Gravedad así lo ha dicho.

El hilo se rompió. El escritor se levantó y tomó una decisión, esta empezaba por repudiar el televisor y aquello que este representaba. Lo hizo, tirando el televisor por la ventana, quebrando el cristal que separaba la habitación del mundo en un millar de fragmentos invisibles. Ya sólo quedaba una cosa por hacer, el paso que pondría fin a la vida que le torturaba. Muchas cosas iban a cambiar.


La forma quedó libre e inició su descenso al abismo. Todo se iba acabar muy pronto. Ya no sería una molestia para nadie.




Pero a veces es mejor considerar las leyes como pautas generales.

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