Andaba por la calle tras la lluvia de esta tarde, algo que nadie se esperaba. El cabrón del tiempo, siempre fallando, chuparse la sección de deportes del telediario para esto...
Bueno, pues eso, iba por la calle, mojada, estando yo demasiado cansado para pensar en nada que no fuera la ducha caliente que me esperaba al llegar a casa, con las manos entumecidas en los bolsillos, cuando noté algo. Los auriculares enrollados que no sabia que había cogido por la mañana, pero que desde luego había dejado bien ordenados.
Los puse en el conector del móvil para pasar el rato. Lo conecto, deshago el nudo de los cables, a saber cómo coño se pueden enredar así si cuando los guardé estaban rectos.
La pantalla del móvil, sin notificaciones, miro la pantalla y un icono brilla con especial intensidad.
El icono de la radio, mi dedo se desliza suavemente por la pantalla hasta situarse justo encima y se abre el reproductor. Compruebo que el dial digital está donde quiero y le doy al icono de encender.
Y de repente la acera, la calzada, el cielo. El mundo estalla en llamas. Todo lo que sea necesario con tal de sentir esa sensación (todos, los que leeis habeis de saber a qué sensación me refiero, si no, estás ocupando un valioso espacio de red). Todo por esa sensación corriendo por tus venas, saturando tu mente con las posibilidades del infinito, el poder de Dios al alcance de tu mano. Todo de la mano de las cuerdas de una guitarra vibrando al son de la música de las esferas o quizás una ráfaga de aire de verano viajando a través de las doradas curvas de un saxofón.
Y acaba la canción, por unos eternos instantes tu corazón se acelera de la angustia por el fin de la música, el fin del mundo. Los peores momentos en un silencio largo como un desierto.
Cuando justo crees morir del susto, tu corazón se detiene un momento para acompasar a la canción nueva que nace como una flor de fuego, un volcán que estalla. Un momento por el que lo darías todo.
Todo con tal de ser el héroe de la historia. Vivir pisando a fondo y morir en lo que tarda en caer una gota de agua desde el canalón de la pared de la vida hasta el hueco del cuello de tu vida. Ser la música y dejar de sonar, porque entonces las canciones que nunca tuviste ocasión de interpretar, esas serán las más grandes de todas. Por la sensación de estar en el centro del escenario en Wembley '86, en Woodstock para siempre o en un escenario de Las Vegas junto al Rat Pack por toda la eternidad. Por ser inmortal mientras dure la música. Para toda la vida, son duda, pero puede que no para largo.
Sólo son unos auriculares de la Renfe o puede que unos caros de esos orejeros de 100 euros, pero le dan a tu mente la potencia de una Harley y la plantan frente a la autopista del Universo; la senda arcoiris que quizás llegue al caldero de oro o quizás a la olla caníbal del Estado que devora almas.
Pero eso no importa, porque sólo importa la música
Bueno, pues eso, iba por la calle, mojada, estando yo demasiado cansado para pensar en nada que no fuera la ducha caliente que me esperaba al llegar a casa, con las manos entumecidas en los bolsillos, cuando noté algo. Los auriculares enrollados que no sabia que había cogido por la mañana, pero que desde luego había dejado bien ordenados.
Los puse en el conector del móvil para pasar el rato. Lo conecto, deshago el nudo de los cables, a saber cómo coño se pueden enredar así si cuando los guardé estaban rectos.
La pantalla del móvil, sin notificaciones, miro la pantalla y un icono brilla con especial intensidad.
El icono de la radio, mi dedo se desliza suavemente por la pantalla hasta situarse justo encima y se abre el reproductor. Compruebo que el dial digital está donde quiero y le doy al icono de encender.
Y de repente la acera, la calzada, el cielo. El mundo estalla en llamas. Todo lo que sea necesario con tal de sentir esa sensación (todos, los que leeis habeis de saber a qué sensación me refiero, si no, estás ocupando un valioso espacio de red). Todo por esa sensación corriendo por tus venas, saturando tu mente con las posibilidades del infinito, el poder de Dios al alcance de tu mano. Todo de la mano de las cuerdas de una guitarra vibrando al son de la música de las esferas o quizás una ráfaga de aire de verano viajando a través de las doradas curvas de un saxofón.
Y acaba la canción, por unos eternos instantes tu corazón se acelera de la angustia por el fin de la música, el fin del mundo. Los peores momentos en un silencio largo como un desierto.
Cuando justo crees morir del susto, tu corazón se detiene un momento para acompasar a la canción nueva que nace como una flor de fuego, un volcán que estalla. Un momento por el que lo darías todo.
Todo con tal de ser el héroe de la historia. Vivir pisando a fondo y morir en lo que tarda en caer una gota de agua desde el canalón de la pared de la vida hasta el hueco del cuello de tu vida. Ser la música y dejar de sonar, porque entonces las canciones que nunca tuviste ocasión de interpretar, esas serán las más grandes de todas. Por la sensación de estar en el centro del escenario en Wembley '86, en Woodstock para siempre o en un escenario de Las Vegas junto al Rat Pack por toda la eternidad. Por ser inmortal mientras dure la música. Para toda la vida, son duda, pero puede que no para largo.
Sólo son unos auriculares de la Renfe o puede que unos caros de esos orejeros de 100 euros, pero le dan a tu mente la potencia de una Harley y la plantan frente a la autopista del Universo; la senda arcoiris que quizás llegue al caldero de oro o quizás a la olla caníbal del Estado que devora almas.
Pero eso no importa, porque sólo importa la música